miércoles, 31 de mayo de 2017

Lazos fraternales



     —Echo de menos a mamá y papá.

     La joven vio cómo los ojos de su hermano se iban tornando cristalinos, temblorosos, inseguros. Corrió a abrazarlo, lo apretó contra su pecho y dejó que se desahogara. Debía ser fuerte, sentía que debía protegerlo. La llegada al centro de acogida había supuesto un fuerte varapalo para ambos, pero era su hermano quien peor lo estaba pasando con este improvisado cambio.

     Poco tiempo después de la llegada de los dos hermanos al centro, una familia se presentó dispuesta a adoptar a la joven. El proceso administrativo se solucionó en unos pocos días en los que intentó preparar a su hermano para lo que estaba por venir. El chico era pequeño, debilucho y extremadamente dependiente. Ella se afanaba en buscarle nuevas amistades, hobbies o cualquier otra cosa que pudiese evadirle del dolor que experimentaba desde tiempo atrás, pero por mucho que lo intentase no podía separarlo de ella ni un momento.

    
El día de la marcha fue tan difícil como se esperaba. A ella ya le resultaba lo bastante duro abandonarlo en aquel lugar. No pudo dejar de llorar pensando en qué sería de él. Se autoconsolaba diciéndose que igual de ese modo su hermano lograría abrirse al mundo, pero no confiaba en lo que ella misma se decía. Tenía que conseguir que cambiase su actitud frente a los demás, que estuviese dispuesto a hacer nuevas amistades y aumentar su autoestima para que ganase confianza poco a poco. El momento de su marcha fue lo más doloroso que había soportado hasta entonces. El niño no podía dejar de llorar, se agarraba a su pierna como si su vida dependiese de ello. Ni siquiera las cuidadoras del centro podían separarle de ella. La joven se agachó a su lado, lo abrazó con todas sus fuerzas y no pudo reprimir las lágrimas que empezaban a resbalarle por la mejilla. 

     —Sabes una cosa—le dijo agarrándole la cara con las dos manos—tengo un regalo para ti.
     
     El chico levantó la cara dejando a la vista unos ojos rojizos e hinchados. Se pasó el dorso de la mano por la nariz y volvió a aferrarse con fuerza a su pierna.

     —Es una pulsera, pero no es una pulsera cualquiera. Se trata de una pulsera de la suerte. Verás que si la llevas contigo, conseguirás todo lo que te propongas. Nada malo podrá pasarte. Cada vez que te sientas triste, mírala y piensa qué es lo que te gustaría que cambiase. Con paciencia la pulsera te conducirá a alcanzar aquello que desees.

     La joven le colocó la pulsera en la muñeca y la ató bien fuerte para que no se le cayese. El chico cedió y soltó la pierna derrotado mientras veía a su hermana camino del coche que la esperaba frente al edificio.

     Al poco tiempo de aquel suceso, dos hombres fueron al centro de acogida y se decidieron a adoptar al chico. Lo trataron como si se tratase de su propio hijo. Le dieron un hogar. Fue a una buena escuela en la que hizo montones de amistades y se graduó con una estupenda calificación. Siempre llevaba consigo la pulsera, la cuidaba y la contemplaba pensando en el día en que se la dio su hermana. Gracias a ella había sido capaz de reunir las fuerzas que le condujeron hasta su actual vida.
 En varias ocasiones pidió a sus padres que contactasen con el centro para saber la dirección a la que había sido llevada su hermana. En la dirección que les proporcionaban las cuidadoras no había nadie que se llamase como ella. Preguntaron a los actuales propietarios si sabían dónde se habían podido mudar las personas que antes vivían allí, pero desconocían su actual paradero y no tenían siquiera un número por el que poder localizarlos. 

     Pasaron diez años sin que el chico tuviese ningún rastro de su hermana. Comenzó a centrarse en su nueva vida, pensando que no había querido saber más de él. Podría haber pedido su dirección al centro y haberlo encontrado. Sus padres seguían viviendo en la misma casa, aunque él se hubiera mudado, podrían facilitarle la dirección de su nuevo domicilio. Se sentía confuso, seguía llevando la pulsera que le dio el último día que se vieron. Era el único recuerdo que guardaba de ella y aquello que le había dado fuerzas para seguir durante tanto tiempo.

     El hombre iba de camino al trabajo cuando algo le llamó la atención al pasar frente a un quiosco. Pudo reconocer la cara de su hermana en la portada de un diario. Cogió el periódico nervioso sin reparar en el titular. Era ella, estaba seguro, solo que la vitalidad que la caracterizaba antaño no se veía reflejada en aquella imagen. La noticia hablaba de una mujer entre 35-40 años que se suicidó debido a los abusos sexuales que recibió por parte de su padre adoptivo. Este la mantenía recluida en el sótano de su casa sin ningún contacto con el exterior. Los vecinos avisaron a la policía debido al mal olor que desprendía el cuerpo, lo que propició la detención del agresor.

     El hombre sentía un fuerte dolor de cabeza que le oprimía por dentro como queriendo volarle los sesos. Cogió el periódico e indicó a un taxista que le llevase al cementerio donde había sido enterrada su hermana. 
Buscó entre las lápidas el nombre con el que ahora se la conocía y se desplomó sobre su tumba al encontrarla. Nunca nadie había oído un grito tan desgarrador como el que profirió aquel hombre. Se quedó allí, durante horas, abrazado a la tumba de la mujer que le había regalado su suerte. Cuando el dolor se apoderó de su mente por completo, se levantó. Miró la lápida con un gran remordimiento, se desabrochó la pulsera y la ató con fuerza en uno de los extremos de la cruz que la coronaba. 

—Gracias por todo.

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