—Echo de menos a mamá y papá.
La joven vio cómo los ojos de su
hermano se iban tornando cristalinos, temblorosos, inseguros. Corrió a
abrazarlo, lo apretó contra su pecho y dejó que se desahogara. Debía ser
fuerte, sentía que debía protegerlo. La llegada al centro de acogida había
supuesto un fuerte varapalo para ambos, pero era su hermano quien peor lo
estaba pasando con este improvisado cambio.
Poco tiempo después de la llegada
de los dos hermanos al centro, una familia se presentó dispuesta a adoptar a la
joven. El proceso administrativo se solucionó en unos pocos días en los que
intentó preparar a su hermano para lo que estaba por venir. El chico era
pequeño, debilucho y extremadamente dependiente. Ella se afanaba en buscarle nuevas
amistades, hobbies o cualquier otra cosa que pudiese evadirle del dolor que
experimentaba desde tiempo atrás, pero por mucho que lo intentase no podía
separarlo de ella ni un momento.
El día de la marcha fue tan difícil como se esperaba. A ella ya le resultaba lo bastante duro abandonarlo en aquel lugar. No pudo dejar de llorar pensando en qué sería de él. Se autoconsolaba diciéndose que igual de ese modo su hermano lograría abrirse al mundo, pero no confiaba en lo que ella misma se decía. Tenía que conseguir que cambiase su actitud frente a los demás, que estuviese dispuesto a hacer nuevas amistades y aumentar su autoestima para que ganase confianza poco a poco. El momento de su marcha fue lo más doloroso que había soportado hasta entonces. El niño no podía dejar de llorar, se agarraba a su pierna como si su vida dependiese de ello. Ni siquiera las cuidadoras del centro podían separarle de ella. La joven se agachó a su lado, lo abrazó con todas sus fuerzas y no pudo reprimir las lágrimas que empezaban a resbalarle por la mejilla.
—Sabes una cosa—le dijo
agarrándole la cara con las dos manos—tengo un regalo para ti.
El chico levantó la cara dejando
a la vista unos ojos rojizos e hinchados. Se pasó el dorso de la mano por la
nariz y volvió a aferrarse con fuerza a su pierna.
—Es una pulsera, pero no es una
pulsera cualquiera. Se trata de una pulsera de la suerte. Verás que si la
llevas contigo, conseguirás todo lo que te propongas. Nada malo podrá pasarte.
Cada vez que te sientas triste, mírala y piensa qué es lo que te gustaría que
cambiase. Con paciencia la pulsera te conducirá a alcanzar aquello que desees.
La joven le colocó la pulsera en
la muñeca y la ató bien fuerte para que no se le cayese. El chico cedió y soltó
la pierna derrotado mientras veía a su hermana camino del coche que la esperaba
frente al edificio.
Al poco tiempo de aquel suceso,
dos hombres fueron al centro de acogida y se decidieron a adoptar al chico. Lo
trataron como si se tratase de su propio hijo. Le dieron un hogar. Fue a una buena
escuela en la que hizo montones de amistades y se graduó con una estupenda
calificación. Siempre llevaba consigo la pulsera, la cuidaba y la contemplaba
pensando en el día en que se la dio su hermana. Gracias a ella había sido capaz
de reunir las fuerzas que le condujeron hasta su actual vida.
En varias ocasiones pidió a sus
padres que contactasen con el centro para saber la dirección a la que había
sido llevada su hermana. En la dirección que les proporcionaban las cuidadoras
no había nadie que se llamase como ella. Preguntaron a los actuales
propietarios si sabían dónde se habían podido mudar las personas que antes
vivían allí, pero desconocían su actual paradero y no tenían siquiera un número
por el que poder localizarlos.
Pasaron diez años sin que el
chico tuviese ningún rastro de su hermana. Comenzó a centrarse en su nueva
vida, pensando que no había querido saber más de él. Podría haber pedido su
dirección al centro y haberlo encontrado. Sus padres seguían viviendo en la
misma casa, aunque él se hubiera mudado, podrían facilitarle la dirección de su
nuevo domicilio. Se sentía confuso, seguía llevando la pulsera que le dio el
último día que se vieron. Era el único recuerdo que guardaba de ella y aquello
que le había dado fuerzas para seguir durante tanto tiempo.
El hombre iba de camino al
trabajo cuando algo le llamó la atención al pasar frente a un quiosco. Pudo
reconocer la cara de su hermana en la portada de un diario. Cogió el periódico
nervioso sin reparar en el titular. Era ella, estaba seguro, solo que la
vitalidad que la caracterizaba antaño no se veía reflejada en aquella imagen.
La noticia hablaba de una mujer entre 35-40 años que se suicidó debido a los
abusos sexuales que recibió por parte de su padre adoptivo. Este la mantenía
recluida en el sótano de su casa sin ningún contacto con el exterior. Los
vecinos avisaron a la policía debido al mal olor que desprendía el cuerpo, lo
que propició la detención del agresor.
El hombre sentía un fuerte dolor
de cabeza que le oprimía por dentro como queriendo volarle los sesos. Cogió el
periódico e indicó a un taxista que le llevase al cementerio donde había sido
enterrada su hermana.
Buscó entre las lápidas el nombre con el que ahora se la
conocía y se desplomó sobre su tumba al encontrarla. Nunca nadie había oído un
grito tan desgarrador como el que profirió aquel hombre. Se quedó allí, durante
horas, abrazado a la tumba de la mujer que le había regalado su suerte. Cuando
el dolor se apoderó de su mente por completo, se levantó. Miró la lápida con un
gran remordimiento, se desabrochó la pulsera y la ató con fuerza en uno de los
extremos de la cruz que la coronaba.
—Gracias por todo.
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