Una nueva estrella
Me han llamado mis amigos. Como cada 24 de diciembre han organizado una quedada para festejar el comienzo de la Navidad. Se lo montan a lo grande, organizan juegos, beben, ríen y ponen de fondo los típicos villancicos de la época mientras cantan al unísono. Como cada año he tenido que rechazar la invitación. Siempre intentan hacerme cambiar de opinión, me envían fotos, vídeos o grabaciones para que vea lo bien que se lo están pasando. La verdad es que el plan suena apetecible. Durante el año, cada uno tiene que dedicarse a sus asuntos y coincidimos en contadas ocasiones, es una buena excusa para reactivar mi vida social y enterarme de las novedades que tienen que contarme. Pero saben de sobra cuál es mi plan esa tarde.
Como cada 24 de diciembre llamo a mi abuela. Le digo que en cuanto salga de trabajar pasaré
por su casa para ayudarle a adornar el árbol. Escucho por el altavoz una risa
dulce acompañada de un <<No pienso moverme de aquí>>. Sé
perfectamente que no lo hará, que le hace la misma ilusión que a mí pasar
juntos la tarde. Llevamos haciéndolo desde que tengo conciencia. Cuando era
pequeño, mi madre tenía que trabajar y me dejaba con ellos para que me
cuidasen. Nunca conocí a mi padre, así que el tiempo que pasaba con mis abuelos
era lo más cerca que estaba de una familia.
Cuando llego a su casa, me invade un agradable olor a
castañas asadas y chocolate caliente. Olor a infancia, olor a Navidad. La
chimenea está encendida y siento que no se puede sentir un grado mayor de
confort. Mi abuela me estrecha entre sus débiles brazos y me propina un sonoro
beso en la mejilla.
—¿Qué tal el trabajo, cariño? Hoy has salido un poco pronto.
—Ya sabes, abuela, hoy todo el mundo tenía prisa por acabar
la tarea.
Asiente con una mueca simpática y me sirve una taza de
chocolate mientras me dirijo al altillo a coger los adornos. Al volver, la
encuentro sentada, absorta en sus pensamientos. Sé que piensa en él. Lamenta su
ausencia. Me dedica una agradable mirada y se levanta con dificultad, apoyando
las palmas sobre la mesa para impulsarse.
—Vamos, cariño. No vaya a venir Papá Noel y se marche porque
no está puesto el árbol.
Me lanza una sonrisa burlona y comienza a sacar los adornos
con especial cuidado. Cada uno coge el suyo y lo deposita en las endebles ramas
del árbol. La abuela se encarga de las bolas de cristal, mientras que yo coloco
los bastoncillos de azúcar, los calcetines y las pequeñas figuritas de Santa
Claus. Tiene una gran cantidad de adornos, creo que le encanta este momento y
pretende alargarlo lo máximo posible. No me importa, el hecho de estar aquí con
ella me produce una tremenda satisfacción.
Comienzo a desenrollar el cable de luces y coloco la primera
en la copa del árbol, le cedo el rollo y lo desliza con cuidado hacia abajo, haciéndolo
girar a su alrededor, como si las luces lo cubriesen en un cálido abrazo. Me
dispongo a enchufar el interruptor y miro sus ojos, me doy cuenta que las
bombillas más brillantes que veré hoy las he encendido nada más llegar. Tiene
la mirada viva, vidriosa. Conecto el enchufe y las luces comienzan a parpadear
de manera arbitraria. Mi abuela contempla el pino con anhelo, le trae buenos
recuerdos y refrota la manga contra sus ojos. Parece una niña. Consigue hacer
que me emocione, sé lo que le ocurre. Lo echa de menos y yo también.
Un último adorno descansa sobre la mesa del comedor a la
espera de ser colocado. Es el adorno más importante y majestuoso de todo el
árbol. Mi abuelo fue, durante muchos años, el único capaz de depositarlo sin
dificultad en lo alto de la copa. Mi abuela era una mujer menuda y yo no
levantaba un palmo del suelo por aquel entonces. Ahora se encontraba allí, tan
solitario. La viveza de su brillo había desaparecido con la muerte de mi abuelo
meses atrás. Ya no representaba esa estrella majestuosa que servía de guía en
el camino. Había perdido todo su esplendor. Mi abuela hizo ademán de tenderme
la estrella para colocarla.
—Yo no puedo, abuela.
Me miró con tristeza y retornó la vista al objeto que reposaba
entre sus manos. Ella tampoco podía hacerlo. Nuestro árbol se quedaba desierto,
al igual que nuestras vidas hace tan solo unos meses. Vi cómo una lágrima
resbala por su mejilla. Depositó la estrella de vuelta en la mesa y al levantar
la mirada encontró una pequeña foto en la que se nos veía a los tres. Yo salía
vestido con el típico uniforme rojo y blanco aterciopelado, mientras que ellos
salían radiantes, mirando a cámara y visiblemente disfrutando del momento. Mi
abuela fue hasta la estantería y me enseñó la foto.
—¿Qué te parece si…?
La miré con ternura y asentí. A la abuela se le dibujó una preciosa
sonrisa en los labios, me entregó aquella imagen y la coloqué con delicadeza en
lo alto de nuestro árbol. Presidiendo la estancia se encontraba el abuelo,
sonriendo, radiante y majestuoso. Sirviéndonos de guía como había hecho tantas
veces a lo largo de su vida. Nuestras miradas se quedaron fijas en aquel significativo
pino de plástico, disfrutando de aquella estampa y de la calidez que radiaba de
nuestros corazones. Mi abuela me abrazó y contemplamos juntos la viveza que ahora
emanaba de él. Iban a ser unas Navidades distintas, eso estaba claro. Pero él
seguiría a nuestro lado, vigilándonos y proyectando luz sobre nuestro camino.
Él era así.
—Feliz Navidad, abuela.
—Feliz Navidad, cariño mío.
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